La guerra imperialista es producto de las condiciones de la época imperialista del desarrollo capitalista y se libra por la explotación política y económica del mundo, por el control de los mercados de exportaciones, por las fuentes de materias primas, las esferas de influencia e inversión de capital y por el control de las rutas de transporte de mercancías.
En lo esencial, esta definición es la misma que dio la izquierda zimmerwaldiana en su propuesta de resolución de agosto de 1915, o que aprobó la Conferencia del POSDR de principios de ese mismo año. Si sigue siendo válida más de un siglo después es porque la humanidad todavía no ha abandonado la fase imperialista del capitalismo y porque, en lo esencial, las relaciones entre países y alianzas en nuestra época se siguen produciendo en los mismos términos que entonces.
Que ya no se pueda hablar realmente de la existencia de colonias en el mundo o que las potencias imperialistas europeas hayan perdido relevancia a lo largo de estos cien años no quita validez a nuestras afirmaciones. Hoy no es posible afirmar que hayan desaparecido las contradicciones interimperialistas ni las crisis capitalistas, que están en el origen de las guerras imperialistas.
La existencia de la Unión Soviética y del campo socialista durante buena parte del siglo XX tampoco quita validez a lo anterior y, sobre todo, no niega el hecho de que las dos guerras mundiales del siglo XX tuvieran su origen en la agudización de las contradicciones interimperialistas. [1]
La actitud de los comunistas ante la guerra imperialista es clara y es esencialmente la misma que en 1914. Como bien indicaba Lenin en “El socialismo y la guerra”:
Los socialistas han condenado siempre las guerras entre los pueblos como algo bárbaro y feroz. Pero nuestra actitud de principios hacia la guerra es diferente de la de los pacifistas burgueses (partidarios y propagandistas de la paz) y los anarquistas. Nos distinguimos de los primeros en que comprendemos el vínculo inevitable que une a las guerras con la lucha de clases dentro del país, en que comprendemos que es imposible suprimir las guerras si no se suprimen las clases y se instaura el socialismo; asimismo, en que reconocemos sin reservas, como legítimas, progresistas e inevitables, las guerras civiles, es decir, las guerras de la clase oprimida contra la opresora, de los esclavos contra los esclavistas, de los campesinos siervos contra los terratenientes y de los obreros asalariados contra la burguesía. Nosotros, los marxistas, nos diferenciamos tanto de los pacifistas como de los anarquistas en que reconocemos la necesidad de estudiar históricamente (desde el punto de vista del materialismo dialéctico de Marx) cada guerra en particular.
Esa necesidad de estudiar históricamente cada guerra en particular, sumada al análisis específico de cómo han evolucionado los distintos países y el mundo en general, en términos económicos y políticos, es una enseñanza que no se puede olvidar. Pero, sobre todo, que no se puede dejar de lado para caracterizar, como ya hicieron los dirigentes traidores de la II Internacional en 1914, como guerras “defensivas” o guerras “justas” lo que no son sino ejemplos claros de guerras entre esclavistas para un reparto “más equitativo” de los esclavos.
En nuestra época, como entonces, resulta de vital importancia identificar correctamente las causas verdaderas que están detrás de cada guerra. Pero, además, resulta importante desarrollar una lucha decidida contra las posiciones que, bajo premisas pacifistas burguesas o bajo premisas pretendidamente revolucionarias, tratan de convencer a la mayoría obrera y popular de la necesidad de apoyar a una u otra potencia en conflicto.
La evolución de la socialdemocracia, desde la bancarrota de la II Internacional hasta nuestros días, ha sido un retroceso constante. Las posiciones defendidas entonces por los Ebert, los Debreuilh, los Südekum o los Guesde se encuentran hoy, en lo esencial, representadas por los partidos de las dos grandes familias de la socialdemocracia contemporánea: una, la de los partidos socialdemócratas que son miembros de la Internacional Socialista y herederos directos de aquellos dirigentes; otra, la de antiguos partidos comunistas que han sufrido, a lo largo del siglo XX, un proceso de mutación socialdemócrata que los ha llevado a la fusión con otras corrientes contrarrevolucionarias y, de ahí, a la participación conjunta en gobiernos de gestión capitalista, como ocurre en España desde 2020.
Esto es así porque el elemento que los caracteriza a todos ellos es el oportunismo. Como bien indicaban los bolcheviques rusos en 1914, [2] la bancarrota de la II Internacional fue la bancarrota del oportunismo:
La bancarrota de la II Internacional es la bancarrota del oportunismo, que se fue desarrollando a causa de las peculiaridades de una época histórica pasada (la llamada “pacífica”) y que durante los últimos años llegó, prácticamente, a dominar la Internacional. Los oportunistas preparaban desde hace tiempo esta bancarrota: negaban la revolución socialista y la remplazaban por el reformismo burgués; negaban la lucha de clases y su ineludible transformación, en determinados momentos, en guerra civil y propugnaban la colaboración de clases; con el pretexto del patriotismo y de defensa de la patria predicaban el chovinismo burgués e ignoraban o negaban la verdad fundamental del socialismo, expuesta ya en el Manifiesto Comunista, de que los obreros no tienen patria; en la lucha contra el militarismo se limitaban a un punto de vista sentimental pequeñoburgués, en vez de reconocer la necesidad de la guerra revolucionaria de los proletarios de todos los países contra la burguesía de todos los países; ante la necesidad de utilizar el parlamentarismo burgués y la legalidad burguesa, hacía un fetiche de esa legalidad, olvidando que las formas ilegales de organización y agitación son indispensables en las épocas de crisis.
La principal diferencia entre nuestra época y los comienzos del siglo XX está en que la socialdemocracia actual no oculta su toma de partido a favor de tal o cual potencia o alianza imperialista, en su tolerancia o aceptación de las agresiones imperialistas que se suceden año tras año en el mundo. La socialdemocracia ha naturalizado las guerras imperialistas porque ha naturalizado al imperialismo y no es capaz de ofrecer ninguna alternativa, ni sobre el papel ni en la práctica. Su propuesta “socialista” no es más que una propuesta de gestión capitalista que parte de la negación de las tendencias propias del capitalismo y que pretende convencer a la clase obrera y a los sectores populares de que no existe otra alternativa que no sea dentro del capitalismo. Pero olvidan que el capitalismo es un “pack completo”, cuyas tendencias y dinámicas no dependen de la voluntad de unos gestores políticos, por lo que las guerras, el empobrecimiento y el crecimiento de la miseria le son inherentes y no pueden ser erradicados en tanto perviva el capitalismo.