El centenario de un partido que persigue la revolución


Kemal Okuyan, Secretario General del TKP

A menudo las ciencias sociales definen a los partidos políticos como instituciones que buscan obtener el poder político. Esta aspiración atribuida a los partidos políticos se utiliza para distinguirlos de los grupos de interés. Sin duda, hay numerosas trampas ocultas en esta definición formulada por la ideología burguesa, que busca impedir el análisis de las luchas de masas por las contradicciones de clase y desdibujar la contradicción entre el trabajo y el capital desviando el foco de este conflicto principal hacia un sinfín de nuevas y separadas categorías.

Con el tiempo, se han desarrollado enfoques más novedosos y “audaces" que abordan el contenido, las herramientas, el alcance y los actores de la política. Los ideólogos de la burguesía han conseguido hace poco trivializar la idea misma de "partido político", mientras abogan por que se abstengan de las grandes narrativas, que se centren en los ámbitos menores de la vida cotidiana, que apunten al compromiso en las luchas políticas, que vinculen sus expectativas a líderes políticos pragmáticos, que descarten los programas o principios políticos en vez de participar en una actividad política basada en la voluntad colectiva. En el mismo proceso, hemos sido testigos de que muchos en la izquierda han comenzado a saludar la retirada del poder político como una virtud. 

Esto, en el fondo, es un ataque al marxismo y un intento de despojar a la clase obrera de su gran prestigio y de sus conquistas, que se han convertido en la pesadilla de la clase capitalista desde mediados del siglo XIX.

Las revoluciones de 1848, que marcaron un aumento significativo del impacto de la clase obrera en la vida social y política de Europa, coincidieron con un momento histórico de oscilación de la burguesía entre los polos revolucionario y contrarrevolucionario. En aquel momento, la idea de la revolución era totalmente legítima y contaba también con un enorme apoyo público. Cuando la burguesía trató de renunciar a esta posición revolucionaria que, de hecho, había sido heredada de la Revolución Francesa de 1789, el proletariado se presentó inmediatamente como el candidato que asumiría el papel revolucionario. Poco después de la revolución de 1789, la burguesía revolucionaria abandonó su línea radical, perdió su energía revolucionaria y, además, el capital empezó a buscar la estabilidad en lugar de la revolución. Pero los estallidos revolucionarios estaban lejos de menguar. En 1830 la revolución volvió a ocupar el escenario de la historia, y en 1848 la situación volvió a escaparse de las manos.

A pesar de los mejores esfuerzos de los absolutistas y de los segmentos más reaccionarios de la burguesía por difamar la idea de la revolución; el revolucionarismo y la idea de "hacer una revolución" conservaron una legitimidad incomparable no solo por la voluntad colectiva del pueblo que lo respaldaba, sino también porque ninguna autoridad o clase podía enfrentarse a los principios de la gran revolución: liberté, égalité, fraternité. 

La conclusión de las revoluciones de 1848 con el restablecimiento del orden fue sin duda una consecuencia negativa para la clase obrera. A pesar de ello, el derecho y la expectativa del proletariado de establecer un orden diferente siguió siendo la realidad de la época. En todos los Estados capitalistas desarrollados se fundaron, una tras otra, organizaciones independientes que luchaban por la construcción del socialismo y, en poco tiempo, se convirtieron en organizaciones de masas que representaban a una parte importante de la sociedad. 

En la Era de las Revoluciones, la Comuna de París de 1871 supuso la traición de la burguesía a los ideales revolucionarios y su paso al campo contrarrevolucionario, abandonando a un proletariado que pasó a ser el último actor que defendía la idea de la revolución. La marea ya estaba fluyendo en esta dirección: la clase capitalista estaba buscando estabilidad y pensando en medidas para detener el cambio revolucionario que ya sacudía los cimientos del orden burgués.

Una de las medidas que tomó la burguesía francesa, la que puso de rodillas al proletariado parisino al derramar la sangre de sus mejores miembros, fue colaborar con los invasores prusianos que habían sitiado las mismas puertas de París. El fin de la Comuna también supuso la sustitución de Francia por Alemania como nuevo centro del movimiento obrero.

Durante todo el periodo en el que se extendieron las ideas revolucionarias desde Francia al continente, Alemania fue un reducto de orden y conservadurismo donde la burguesía actuaba con extrema cautela. Por lo tanto, la sustitución de Francia por Alemania como nuevo centro del movimiento obrero iba a tener, por supuesto, graves consecuencias. En Francia, el legado de 1789 ató en cierta medida las manos de la burguesía contra la clase obrera, puesto que la idea de la revolución era legítima y no era fácil cambiar este hecho. Por otra parte, aunque Alemania no podía escapar de los efectos de la agitación revolucionaria, seguía estando bajo el control del "partido del orden" simbolizado por la personalidad de Bismarck. La clase obrera alemana se convirtió rápidamente en un poder político organizado sobre la plataforma de la socialdemocracia, pero ello no supuso el debilitamiento de la autoridad del "partido del orden". Podría decirse incluso que el movimiento obrero alemán se desarrolló en paralelo a la maduración de la tardía fase imperialista del capitalismo alemán. Hasta se puede argumentar que este desarrollo tuvo lugar, en cierta medida, alimentando el proceso de avance imperialista.

A pesar de ello, el proletariado alemán se fortaleció con un ímpetu que volvió irrelevantes las prohibiciones de Bismarck; y la idea de la revolución ganó una inmensa popularidad junto a la perspectiva de un cambio radical. A principios del siglo XX, había millones de trabajadores que apoyaban un "orden socialista" en Alemania y el Partido Socialdemócrata Alemán que organizaba a estos trabajadores obtuvo prácticamente inmunidad política.

Sin embargo, en cuanto a la idea de cambio radical y de revolución, había una diferencia significativa en la experiencia alemana que no se podía descartar solo como un detalle. La revolución en la Francia del siglo XIX fue un fenómeno que no cabía en ningún caparazón y que se hacía sentir con estallidos repentinos. En Alemania, sin embargo, adquirió un carácter solemne, firme e increíblemente poderoso. El movimiento obrero alemán obtuvo algunos de los rasgos del poder capitalista, por así decirlo, e intentó entablar una rivalidad con la clase capitalista para alcanzar el poder, la estabilidad y el orden.

El Estado alemán pretendía domesticar la idea de la revolución y, con ello, a la socialdemocracia y —a través de su organización política— al movimiento obrero alemán. En 1914 se vio hasta qué punto el Estado alemán había avanzado en el cumplimiento de esta tarea. En la Primera Guerra Mundial, la socialdemocracia alemana estaba integrada en el orden establecido a tal punto que era ahora incapaz de emprender la idea de la revolución.

Sin embargo, la Primera Guerra Mundial, que fue consecuencia de la profundización de los conflictos entre los centros imperialistas, provocó una destrucción sin precedentes en tan poco tiempo que las masas pobres, que habían olvidado sus aspiraciones a la revolución y a un orden humano, comenzaron a preguntarse de nuevo: "¿Estamos destinados a estas condiciones inhumanas?" De hecho, la idea de la revolución no se había desvanecido del todo, y las dolorosas realidades revitalizaron rápidamente los recuerdos. A pesar de su glorificación inicial a través de la propaganda nacionalista, pronto se hizo evidente que la guerra significaba muerte, hambre, peste y desempleo para millones de personas, lo que enfureció a las masas. Así, los pueblos del mundo comenzaron a buscar de nuevo la salvación.

Los bolcheviques, bajo la dirección de Lenin, dieron con la solución. En febrero de 1917, justo cuando la ola revolucionaria rusa que derrocó al zar —el cual había arrastrado al país, ya desgastado, a la guerra mundial para satisfacer a la codiciosa clase propietaria de Rusia y reforzar su propio dominio perjudicado— menguaba, los bolcheviques consiguieron coronarla estableciendo un poder socialista y dieron nueva energía al fervor revolucionario.

Esta energía revolucionaria generada por la Revolución de Octubre se extendió de inmediato al dominio de los patrones alemanes, cuya arrogancia, confianza y orden establecido ya se estaban hundiendo. En noviembre de 1918, el pueblo alemán destronó al Káiser y declaró una república. De repente, la "Revolución" se volvió una realidad en Europa ante la que todos sin excepción tuvieron que inclinarse con respeto. ¡Quién podía atreverse a vencer a una revolución que ahora recobraba prestigio en países tan importantes como Alemania y Rusia!

La clase obrera alemana estuvo a punto de tirar de la alfombra bajo los pies de las clases dirigentes alemanas obsesionadas con el orden. Pero la socialdemocracia alemana acudió a su rescate; así, demostró que no tiene límites en su servicio al imperialismo alemán. Los socialdemócratas demostraron su lealtad, pero esto no bastó para salvar a los explotadores alemanes, que estuvieron en constante preocupación desde 1919 hasta 1923. No solo en Alemania, sino en toda Europa e incluso en todo el mundo, la "revolución" y la promesa de un "nuevo orden" se convirtieron en la única esperanza para cientos de millones de personas.

Basta con recordar Anatolia. Las nociones de reforma y revolución estuvieron presentes en la historia de Anatolia durante mucho tiempo, pero para que dejaran una huella permanente y duradera en esta tierra hubo que esperar hasta los años posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. Debido a este legado, la burguesía de Turquía no pudo deslegitimar la idea de la revolución de forma irrevocable, a pesar de todos los esfuerzos de los gobiernos posteriores de la historia turca, incluyendo la junta militar contrarrevolucionaria del 12 de septiembre de 1980 y el actual AKP.

Sin embargo, en 1924, cuando la oleada revolucionaria empezó a retroceder, el capital internacional aprovechó la oportunidad para ocultar la relevancia de la revolución.

El joven movimiento comunista, que forjó su identidad internacional con la fundación de la Internacional Comunista en 1919, entró en esta era de movimientos revolucionarios con grandes expectativas. Era una creencia común entre los revolucionarios que la clase obrera rusa, habiendo tomado el poder, iba a ser un ejemplo brillante y que se sucederían otras revoluciones. Pero las expectativas no se hicieron realidad. En estas circunstancias, la Rusia soviética se vio obligada a defenderse, a curarse sus propias heridas y a avanzar hacia la construcción del comunismo por sí sola, mientras luchaba sola contra las hostilidades de todo el mundo imperialista. No fue algo previsto, y fue algo totalmente decepcionante para las masas que vivían fuera de la Unión Soviética que, de hecho, estaban dispuestas a sacrificar sus vidas en la lucha por establecer un nuevo orden; el comunismo.

Fue difícil entender y explicar los acontecimientos de esta época únicamente con la ayuda de la conciencia de clase, ya que un análisis profundo de la época requería una comprensión de la historia que rara vez obtenían los miembros de la clase obrera. Los intelectuales, en cambio, se dejaban llevar fácilmente por ideas no revolucionarias. Desgraciadamente, no fueron pocos los "marxistas" que abrazaron posiciones aventureras y en pocos años comenzaron a defender soluciones reformistas o, incluso, evolucionaron a portavoces del anticomunismo.

Lo cierto es que la clase obrera internacional no llegó a 1924 lista para afrontar los nuevos desafíos del orden capitalista. El sistema capitalista consiguió estabilidad de manera gradual y los trabajadores volvieron lentamente a su vida cotidiana. Se puede sugerir con seguridad que los problemas fundamentales de las sociedades estaban todavía lejos de cualquier tipo de solución humana y aceptable, pero que los gobiernos burgueses demostraron una actuación más eficiente a la hora de salvar el día o desviar la atención de la gente de la necesidad de un verdadero cambio de sistema. 

En 1929 estalló otra crisis capitalista. Esta devastadora crisis volvió a sacudir las fortalezas del capitalismo en todo el mundo, mientras la Unión Soviética hacía enormes progresos en el proceso de formación de un orden igualitario. En países como Alemania, Francia, Austria, etc., las clases trabajadoras volvían a buscar una vida mejor. Pero las clases capitalistas de estos países también estaban preparadas para enfrentarse a nuevas amenazas procedentes de las masas pobres. Así, en 1922 la dictadura fascista en Italia consiguió reprimir al movimiento obrero. En Alemania, una organización fascista similar, dirigida por Hitler, se acumulaba bajo las alas del Estado alemán y esperaba los días en los que la clase capitalista alemana necesitase que actuaran.

El imperialismo alemán necesitaba a los nazis tanto para ajustar sus cuentas con otras potencias en la esfera internacional como para eliminar la amenaza del movimiento obrero en la esfera interna. Los nazis, con la contribución de los socialdemócratas, consiguieron hacerse con las calles, luego con las urnas y, finalmente, con el propio gobierno. Cuando los fascistas, apoyados por el gran capital, llegaron al poder en Alemania en 1933, la idea de la revolución sufrió un gran daño. 

Surgió la urgente necesidad de proteger a la Unión Soviética de la maquinaria bélica fascista cuando quedó claro que se acercaba una nueva guerra mundial. Puesto que la clase obrera también se retiraba a una posición defensiva, las clases capitalistas tuvieron una oportunidad histórica para debilitar la noción de transformación revolucionaria. Al final de la guerra mundial, ya estaba fuera de toda duda que el imperialismo en su conjunto aprovechó la coyuntura para invalidar la idea de revolución. 

Tras las revoluciones de 1848, el movimiento obrero revolucionario internacional funcionó adoptando la noción de transformación revolucionaria como reivindicación central de su lucha. Sin embargo, en la década de 1930, otras prioridades comenzaron a eclipsar esta visión revolucionaria del movimiento. Examinar las condiciones históricas objetivas que condujeron a este cambio o el papel de las diferentes secciones del movimiento internacional para producir este cambio de perspectiva está fuera del ámbito de este artículo. 

Sin embargo, para continuar, tengo que sostener que la propia época posterior a la Segunda Guerra Mundial, durante la cual asistimos a una escalada radical de la influencia soviética en el ámbito internacional, marcó el inicio de la explotación de este cambio mencionado en las prioridades del movimiento comunista por parte de la burguesía.

La estrategia imperialista en su lucha contra el comunismo se basó en capturar y monopolizar la iniciativa de establecer las condiciones y reglas del juego. Esta estrategia tenía, a grandes rasgos, cuatro elementos: Primero, hacer pagar a la Unión Soviética el poder y el prestigio que obtuvo durante la guerra estableciendo una amenaza constante de guerra prolongada sobre este país y, por tanto, obligándola a permanecer a la defensiva.

En segundo lugar, convertir las repúblicas populares fundadas en Europa Central y Oriental en el talón de Aquiles de la Unión Soviética en términos económicos, ideológicos, culturales y políticos. Así, se empujó al bloque socialista a una posición defensiva en los debates sobre el estatus y los problemas de estas experiencias socialistas.

En tercer lugar, con respecto a los movimientos comunistas organizados en los países capitalistas, destruir físicamente estos movimientos, o al menos oprimirlos hasta el punto de obligarlos a sobrevivir bajo la amenaza constante de la destrucción física. 

En cuarto lugar, abrir un espacio en la política burguesa para aquellos partidos comunistas o aquellos elementos dentro de los partidos agotados después de años de duras luchas que han comenzado a alejarse del hecho de que el objetivo de la revolución es la razón de su existencia. En este sentido, hay que recordar que las tendencias oportunistas concretadas en el eurocomunismo y en corrientes similares proporcionan un terreno muy propicio para los imperialistas.

Debemos admitir que han tenido éxito. Después de todo, esta estrategia habría fracasado si y solo si hubiese sido respondida con una contraestrategia procedente del campo revolucionario. Es evidente que después de la Segunda Guerra Mundial, el movimiento comunista no pudo desarrollar una estrategia amplia y elaborada. La creencia de que el tiempo trabajaba contra el imperialismo no sólo se demostró falsa, sino que contribuyó enormemente a la decadencia político-ideológica que se produjo dentro del partido de vanguardia de la Unión Soviética.

Con la caída de la Unión Soviética en 1991, que simbolizaba el pináculo de la gran ola revolucionaria, la clase capitalista se vio liberada por primera vez desde 1848 de la presión del "cambio de sistema". La idea de la revolución se debilitó dramáticamente, mientras que las contrarrevoluciones, apoyadas por el liberalismo y la socialdemocracia, ganaron una alarmante legitimidad. Mientras tanto, casi todas las ramas del movimiento obrero internacional admitieron que la única forma de sobrevivir políticamente era renunciar a proponer la "actualidad de la revolución".

Teniendo en cuenta estos acontecimientos, parece que no tiene sentido preguntarse por qué las clases trabajadoras están en gran medida inmovilizadas o por qué la reivindicación del cambio de sistema no es abrazada por las masas. En su momento, cuando la clase obrera emergió en el escenario de la historia por primera vez, Europa experimentaba espasmos revolucionarios y la idea de la revolución era viva, actual y natural. Las intervenciones que eliminarían el tapón que bloqueaba el torrente sanguíneo de la revolución en los años 30 llegaron demasiado tarde. Ni siquiera la increíble vitalidad generada por las revoluciones china, vietnamita y cubana bastó para resolver el problema en la geografía central de las luchas de clases; que era Europa. Después de 1945, Europa se alejó gradualmente de la idea de la revolución, salvo por algunas iniciativas locales. 

Hoy, los fundamentos del capitalismo no son más fuertes que en la década de 1920, a pesar de que la clase capitalista ha acumulado una gran experiencia. Por el contrario, los problemas acumulados recientemente son más destructivos que nunca. Tampoco se puede afirmar que la gente sea más feliz que en el pasado. En todas las sociedades, la falta de esperanza, el recrudecimiento de las ansiedades y el miedo dominan el estado de ánimo de la población.

Lo peor de todo es que la creencia en la posibilidad de conquistas y mejoras diarias dentro del sistema capitalista, así como la idea de que la lucha por las reformas mejoraría el sistema, han perdido credibilidad ante la amarga verdad de que desde hace casi cuarenta años los trabajadores de todo el mundo trabajan y viven en condiciones cada vez peores. Se ha producido una rendición al mito de un "capitalismo mejor", abandonando la importancia de las luchas cotidianas contra el capitalismo, que deberían haber sido aprovechadas en una perspectiva revolucionaria —como la organización de la clase obrera—, para que les sirviesen de escuela y que transformasen al proletariado en una fuerza política que cuestione el sistema. El resultado directo de esta espantosa realidad es que las posiciones reformistas, hoy en día, no adoptan una postura más izquierdista sino que, por el contrario, ahora exigen aún menos, se conforman con lo mínimo, y recomiendan a las clases trabajadoras que hagan lo mismo.

La idea de que la salida de aquí, o mejor dicho, la liberación de la humanidad a través de la reapropiación de las ideas revolucionarias, coincidirá con un momento histórico en el que las actuales sacudidas del capitalismo conduzcan a una agitación de masas, se basa sin duda en una verdad "científica". Sin embargo, teniendo en cuenta el auge del racismo y del populismo de derechas en los últimos años, no hay razón para suponer que el sistema no tiene preparadas las reservas reaccionarias necesarias para estrangular cualquier futura iniciativa revolucionaria.

Esta convicción puede parecer contradictoria con la idea de que el sistema capitalista está atravesando una crisis histórica, también en cuanto a su capacidad de generar una respuesta política e ideológica a su crisis. Sin embargo, lo que intentamos subrayar aquí no es que estas reservas de las fuerzas políticas reaccionarias constituyan un modelo global que vaya a salvar el futuro del capitalismo mundial a corto o medio plazo. Más bien, nos gustaría llamar la atención sobre el hecho de que estos florecientes movimientos reaccionarios sólo demuestran que el sistema capitalista está tratando de llenar el vacío político e ideológico creado por la crisis actual mediante el despliegue de los instrumentos más primitivos disponibles. Además, es obvio que, en el sentido más amplio, el racismo y el populismo de derechas profundizan la crisis actual. 

Lo que señalamos aquí es que cuando llegue el "momento histórico", los comunistas se enfrentarán a una situación mucho más complicada de lo que se supone y el resurgimiento de la noción de revolución no será tan natural como se espera hoy.

Sobre todo, el hecho de que hoy en los países capitalistas desarrollados prevalezca una cultura política que apela a la ignorancia, a la estupidez y a la arbitrariedad sobre el sentimiento público debe ser alarmante también para los comunistas. Las masas acosadas y desesperadas por el capitalismo buscan las soluciones más fáciles y sencillas. Por lo tanto, van tras las "autoridades", obviamente irracionales, que afirman que aportarán soluciones a los problemas de las sociedades utilizando el dinero y el poder. Intentar explicar el apoyo público a los sentimientos antiinmigración alimentados por Trump en los EE.UU. solo con el racismo, o la inquietante postura “contra las mascarillas” solo con la ignorancia, manifiesta de hecho el fracaso de comprender el espíritu de esta época.

Tenemos que admitir que la misma llaneza de la realidad social que encuentra su expresión en la irónica pregunta "hay dos bandos, ¿de qué lado estás?", formulada por un guardia revolucionario en la famosa obra de John Reed, Diez días que estremecieron al mundo, se observa también hoy, pero esta vez en la vulnerabilidad de las masas pobres ante la maliciosa influencia del populismo de derechas.

¡Mientras esta crisis histórica del capitalismo invita al radicalismo pero los invitados no estén todavía por aquí o, más bien, opten por considerar el radicalismo como algo irreal, la política burguesa se convierte en una escena de actuaciones surrealistas!

En el plano político, el peso específico de las ideas de la revolución y del cambio de sistema debería aumentar en cada país y dichas ideas deberían tener incluso una reivindicación hegemónica en la esfera política. Esto no es difícil, sino imposible en circunstancias en las que la esfera política se reduce a las elecciones y al parlamento. Dado que la esfera política tiene prioridad sobre la social en lo que se refiere al retroceso de la idea de revolución, las acciones a realizar en esta esfera deben ser especificadas una a una. 

Estamos en un período en el que es difícil pero también posible adoptar una posición revolucionaria sin recurrir a un posicionamiento arcaico o nostálgico. En dicho período, la cuestión más crítica es que el énfasis en la actualidad de la revolución y el socialismo en línea con los principios marxistas-leninistas supere el nivel programático-discursivo y se convierta en intervenciones creativas que generen y fomenten una perspectiva revolucionaria en los asuntos cotidianos de la esfera política. El nivel programático es, sin duda, una base a la que no podemos renunciar; sin embargo, la idea de revolución tal y como se plantea ahí es externa, no natural, debido a los desarrollos históricos de los que intento dar cuenta en este artículo. 

Tanto es así que, bajo la presión de esta externalidad o no naturalidad, los comunistas de todo el mundo han limpiado sus programas de revolucionarismo o han pretendido equilibrar su programa revolucionario con esfuerzos cotidianos demasiado reformistas. Sin embargo, es la revolucionarización de las posiciones cotidianas lo que realmente abrirá el espacio para la idea de la revolución; más que un programa revolucionario abstracto, son estas posiciones cotidianas con las que interactuarán las masas trabajadoras.

De hecho, el movimiento comunista debería entrar rápidamente en esta esfera que hoy queda en manos del populismo de derechas y derribar el mito de que las reivindicaciones revolucionarias no atraen a las masas trabajadoras. Factores como el uso de un lenguaje apropiado, ser genuino, actuar con convicción y hacerlo sentir a los demás, ser coherente y persistente son, por supuesto, importantes; pero lo más importante es asegurar nuevas posiciones entre los sectores sociales —y también en la lucha contra ellos—, en su mayoría denominados “líderes de opinión” y codificados como “élites políticas” en la sociología burguesa, que tienen influencia en la conformación de las percepciones de las masas populares. 

En 1917, en Rusia no quedaba ninguna reserva fuerte de intelectuales que defendiese los intereses históricos de la clase burguesa frente a los bolcheviques. Este fue uno de los factores que facilitó los esfuerzos de la clase obrera en el proceso hasta la Revolución de Octubre. La burguesía sufría la falta de cuadros políticos y culturales, lo que alivió considerablemente a los bolcheviques, que contaban con un débil filón de intelectuales, salvo el reducido pero influyente conjunto de intelectuales agrupados en el centro del Partido. 

Sin embargo, hoy en día, en casi todos los países, hay un conjunto de “intelectuales” situados entre los comunistas revolucionarios y el orden capitalista que se mueven en una esfera considerablemente amplia, desde la academia hasta los medios de comunicación, pasando por la política y las artes. La distancia entre estos intelectuales y el comunismo y el nivel de hostilidad o amistad de los primeros con los segundos cambian de un país a otro. 

Entre estos intelectuales también hay actores que sirven directamente a la clase capitalista y les ayudan a mantener esta esfera bajo su control. Por otra parte, sería estúpido pensar que aquellos elementos que defienden una conciencia fuerte en algunos casos, la paz en otros, un arte avanzado en otros, la justicia en otros, los intereses públicos en otros, y el socialismo —aunque sea sólo una emulación— en otros, todos sirven a la burguesía. 

Un movimiento comunista que no interactúa y da energía a estos elementos, que pueden hacer movimientos impresionantes incluso en los países más “desesperanzados”, un movimiento comunista que considera el revolucionarismo para etiquetarlos como elementos pequeñoburgueses defectuosos que pretenden seducir la dinámica social no tiene ninguna posibilidad de éxito en ningún país capitalista. 

Sí, estos elementos pueden estar generalmente en el limbo en términos de clase, ser poco fiables en términos ideológicos, ser protectores en términos políticos; sin embargo, sin convertir a una parte de ellos en militantes o amigos del movimiento comunista, sin neutralizar una parte de ellos y sin contrarrestar una parte de ellos, es imposible recuperar el peso político que hemos perdido.

En lugar de tratar a todos estos elementos como un único sujeto que bloquea el movimiento obrero, es más saludable considerarlos como variables de un ámbito de lucha en el que hay que intervenir para abrazarlos o eliminarlos.

En lugar de actuar con arrogancia y pasar por alto sus propias insuficiencias y perezas y trivializar el reservorio no organizado en la esfera de la cultura y las artes, los comunistas deberían desarrollar movimientos ideológicos y políticos, lo suficientemente serios como para disgregar ese reservorio. 

En este caso, el mayor defecto son los extraños hábitos del movimiento comunista que se remontan a décadas atrás. Tras la Segunda Guerra Mundial, el movimiento comunista retiró sus reivindicaciones revolucionarias y empujó a los “intelectuales” a los temas de lucha como la democracia y la paz. El resultado a largo plazo fue que un amplio sector, influyente en las esferas política e ideológica, parecía de izquierdas, por un lado, y servía a la continuidad del sistema, por otro. 

A decir verdad, el movimiento comunista actual debería crear sus propios intelectuales orgánicos en lugar de tratar a los intelectuales o a los líderes de opinión como objeto de articulación y debería aumentar rápidamente el número de elementos que difunden la idea de la revolución y del cambio de sistema en el amplio plano antes mencionado.

Es obvio el motivo por el que he prestado especial atención a este tema: la lucha política e ideológica se libra a través de una lucha de dientes y uñas en zonas grises, no a través de tiroteos de fuego entre dos clases antagónicas. Si el movimiento comunista no reduce la lucha ideológica a los temas de la paz, los derechos humanos, la mujer, la juventud, el laicismo, la independencia, el ecologismo y la democracia, cada uno de los cuales es muy amplio y crítico, e interviene para hacer atractiva la idea de la revolución y de un nuevo orden, abrirá grandes agujeros en una esfera que funciona en nombre del sistema actual. 

Un movimiento que tiene como objetivo el poder político no puede evitar esta misión, especialmente en un país como Turquía. Lo contrario sería cobardía. 

Todo ello debe caminar de la mano con la apertura de un espacio para la idea de la revolución en la esfera social. 

¿Qué es abrir un espacio para la idea de revolución en la esfera social?

En primer lugar, se trata de vincular a los sectores de la clase obrera que han roto emocionalmente con el sistema actual a un proyecto político revolucionario. La crisis, el coronavirus, etc. El capitalismo no solo provoca la desesperación, sino que también crea rabia en un amplio sector de la sociedad. En muchos países, la gente comprende que está frente a un sistema que no le pertenece y se embarca en búsquedas radicales. El índice de este sector de la sociedad aumenta cada día. Además, en algunos casos, estos sectores pueden ser mucho más enérgicos que otros elementos que habían entrado en el campo magnético de la lucha revolucionaria mucho antes y con diferentes razones. Cuanto más aseguremos nuevas posiciones entre estos sectores y más los alejemos de las corrientes contrarrevolucionarias como el racismo e incluso el fascismo, mayores serán nuestras posibilidades de aprovechar un período revolucionario. 

Sin embargo, esto por sí solo no nos dará la profundidad que necesitamos. Para que el movimiento comunista tenga un efecto organizado en las masas trabajadoras, el terreno principal es la organización en los centros de trabajo. La organización en las viviendas y en los barrios debe anotarse justo al lado. Es necesario un enfoque hegemónico para concretar y legitimar la idea de la revolución tanto en los centros de trabajo como en los barrios. 

Sin embargo, la mayor desventaja de un posicionamiento que consiga hacer retroceder la dominación burguesa a determinadas escalas es que, si no se cuida adecuadamente, genera rápidamente reformismo, por un lado, y que un tono constructivo-fundacional erosiona la perspectiva revolucionaria, por otro.

En este sentido, en el ámbito social, en los centros de trabajo y en los barrios, la primera condición para abrir un espacio a la idea de revolución es centrarse en la ruptura política de los sectores sociales que han roto su vínculo psicológico con el sistema. En el siglo XX, muchos partidos comunistas han restablecido los vínculos ya rotos de las clases trabajadoras con el sistema mediante una praxis organizativa monótona y no revolucionaria. Lo mismo se experimentó también en Turquía. 

Sin embargo, para un partido comunista es una gran bendición contar con una furia de la clase obrera que tiende la mano a los comunistas sin un impulso político. La preocupación de que el énfasis en el cambio de sistema aleje a estos sectores de la lucha organizada es un mito urbano que el reformismo nos metió en la cabeza. Es muy posible abrir un espacio para la idea de la revolución sin recurrir a desviaciones como la agudeza, la tendencia al recorte y el aventurerismo. 

Las iniciativas políticas y organizativas de la agenda del TKP en su centenario han sido fruto de esta apertura. La posibilidad de contratiempos, de errores inevitables o de fracasos que consideraremos temporales, nunca harán tambalear nuestro compromiso con nuestra estrategia revolucionaria.